
Sentirse insignificante puede ser interpretado de muchas formas. Dícese estar en una gran ciudad donde no eres más que un punto en una fotografía dispar y alborotada, en mi caso, este estado me es placentero ya que puedes hacer lo que te venga en gana sin temer nada más que a tu conciencia y a las leyes. Es decir, puedes hacer el ridículo más espantoso que como mucho la gente desviará su atención durante décimas de segundo y seguirá su camino. En mi caso, París es una buena opción para hacerlo y el destino (o los vuelos con horarios intespestivos) me ha puesto en esta ciudad en completa soledad durante un día entero. Veamos.
Asomé la cabeza por la salida del metro de Pyramides a las 5:30 de la mañana y lo primero que pude divisar fueron tres mendigos en la puerta este del
Louvre, mendigos con mucho gusto por el arte porque dormir en la puerta del Louvre para entrar los primeros es más que gusto, pasión. Poco después descubrí que el museo no abría ese día, a si que eran mendigos a secas. Debido a que tenía que esperar a que abrieran la embajada de España (papeleos que darán para otro post) y que, ciertamente, ya había visto todo lo que hay que ver de París y ya me puedo morir, me dediqué a promenearme (se promener: pasearse, dar una vuelta) por los jardines del Louvre y las Tullerías. Bueno, no sin antes estar dos horas en una cafetería delante de un
cafe au lait y un
croissant gorroneándole el periódico al del bar, perdón, café.
Ciertamente, lo que más me impactó de los periódicos de París fue la sección de ‘Manifestaciones del día’. Se ve que todos los días en París hay manifestaciones, porque esta al lado del parte meteorológico. Mirando detenidamente sobre que tema se quejaban hoy los franceses me sorprendio la siguiente manifestacion ‘
Infirmières malheureuses’ (enfermeros/as cabreados). En vista de que toda mi familia trabaja en un hospital y que mi hermana pertenece a ese selecto grupo, no podía faltar…
La tal manifestación resultó ser una panda de enfermeros y enfermeras bastante bien organizada, llevaban sus camiones-manifestación con altavoces y lanzadores de panfletos así como espacio suficiente para lo imprescindible: banderas, pancartas, palos (para las banderas), todo muy profesional. Lo que sucedió en la manifestación, la verdad nada con mucha chicha, cortaron un par de calles y se subieron a un par de semáforos. Los pobres conductores respondían a tal agravio en su vida normal con sorna y bastante buen humor, debe ser que la vida normal en París sea tener manifestaciones. Supongo que es tan normal que hasta había un hombre vendiendo silbatos a tres euros, el sindicalismo tambien se vende.
Después de mi
affaire hospitalario (que desde la sinceridad me pilló de paso para comprar los billetes para volver a Poitiers) y de mis lios con la embajada y el consulado tanto trabajo merecía darse un homenaje. Decidí en un arrebato de generosidad hacia mi mismo (y porque estaba solo y no tenia que invitar a nadie) comer en el mejor restaurante cerca de la
Tour Eiffel. Las vistas de ese lugar son impresionantes y da mucho gusto comerse la especialidad de la casa,
sandwich au jambon de París et fromage emmental, contemplando el maravilloso monumento (y esta vez si hablo en serio, con lo de maravilloso). Lo mejor, el precio, 5 euros con cerveza incluida. Cuando vengáis a Francia os llevaré, solamente hace falta una buena navaja de Albacete y algo para no mancharse el culo con el cesped del Trocadero, minucias.
Hablando ya en serio, el bocadillo me estuvo buenísimo viendo como cientos de turistas se avezaban por entrar en la torre, esperando pacientemente en una cola durante horas, la vida del turista es realmente dura.
Después del
Trocadéro, Champs-Élysées, Louvre, Place de la Concorde y de mi enésima visita al metro (en el que pude presenciar el avance de la tecnología en forma de pasarela móvil a velocidad hipersónica) dejé para el final la
Cité (o isla central de París, cuna de todo este circo de país que se han montado). Allí pude comprobar que no se puede ser punto insignificante en ninguna parte del mundo, allá donde vayas habrá alguien que te conozca. Nada más llegar a la plaza me encuentro con dos guadalupanos, César y Luis José, dos latinoamericanos que como es costumbre en mi ya añorado Colegio Mayor se dan una vuelta por Europa en cuanto tienen vacaciones. ¿Recordáis de lo del mesón manchego? Pues cambiadlo por un guateque puertorriqueño y ponedlo en la plaza de
Notre Dame.
Y bueno, finalmente, después de mucho meditarlo, después de temer represalias desde muchos puntos de la sociedad, después de esconderlo durante mucho tiempo, lo siento, no me gusta París. Pido perdón a todos los implicados, bohemios; amantes de lo etéreo, del amor y lo romántico en general; a
La Mona Lisa y a
La Madeleine; y a todo portador de boina o comedor de
croissants).
A los primeros, les digo que París es la ciudad menos bohemia del mundo, todo a base de tener el m² de vivienda a casi 10.000 euros en casi todos los
arrondissements (arrondissement: barrio, zona) y de centralizar toda la cultura en organismos oficiales tipo ‘La liga de los bailadores de claqué’. Ha quedado muy atrás la época en la que esto era cuna de grandes artistas y pensadores.
Al segundo grupo le digo que la belleza de París está enlatada al vacío y se vende (muy cutremente, por cierto) a precios prohibitivos con una filosofía de ‘Tanto pagas, tanto ves’ como ejemplo lo siguiente : Torre Eiffel: primer piso, 5 euros, segundo piso 7’5 euros, tercer piso 11’5 euros. Resumiendo, que no me vuelan mariposillas en el estómago ni floto cantando
la vie en rose cuando paseo por París, debo estar podrido por dentro, no sé.
A la
Mona Lisa y a la
Madeleine les acepto que París es un monumento inigualable en sí mismo, pero para mi gusto tiene demasiado arte y poca historia en sus calles, ahí habéis pinchado en hueso conmigo.
Y al resto (boinas y croissants), una frase de Joaquin Sabina:
‘Yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid’